Formación en el hogar y en el colegio
Marcel Carvallo Ganteaume
Hablar de la educación de un niño es hablar del medio en el cual ésta toma lugar. En el siglo XIX, la escuela era una prolongación del hogar. Es así como padres y maestros compartían principios morales y religiosos junto con ciertas normas de comportamiento que, en nuestro caso, eran las pautadas por Manuel Antonio Carreño en su Manual de urbanidad y buenas maneras, publicado en 1853
José Gregorio Hernández recibió en su hogar la instrucción básica de lectura, lenguaje, historia sagrada, catecismo y números, es decir, de los instrumentos que sirven al intelecto para conocer la realidad circundante, y allí mismo se sembró la semilla del amor por su familia y por los pobres y necesitados.
De modo que podemos preguntarnos, ¿qué clase de hogar era ése que, en la aldea de Isnotú, fue capaz de desarrollar en tan alto grado la autoestima, así como el respeto y el amor por los demás? ¿Qué clase de hogar era ése que, en la austeridad propia de una casa campesina, fue capaz de dar una forma especial al espíritu, para enseñarlo a apreciar lo bello y lo bueno, tal y como lo descubrió en José Gregorio su amigo el doctor Santos Aníbal Dominici? ¿Qué clase de hogar era ése donde el asombro, sentido cotidianamente ante la vida y la realidad, preparaba a José Gregorio para el pensamiento filosófico que, según lo decía expresamente, le haría posible la vida?

El hogar como primera escuela
No es difícil imaginar cómo transcurría la vida de la familia Hernández en el pequeño caserío de Isnotú, ni cómo esa forma de vida pudo influir en la formación de un niño que, como José Gregorio, amaba todo lo que veía asombrándose ante ello: es decir, que filosofaba. Cualquier día de la semana, la casa de la calle del Rosario, que era la de los Hernández, despertaba con el toque de una campana, luego rezaban el Ángelus al amanecer. La madre invitaba a rezar, a darle gracias a Dios por la bendición del sueño y a ofrecerle las obras del día que se estaba iniciando.
Fue así como José Gregorio pudo alcanzar en su hogar de Isnotú los tres propósitos que son fundamento de todo proceso educacional, a saber: la autorrealización, o sea la formación del carácter y el desarrollo de una mente inquisitiva, abierta y curiosa, orientada por intereses intelectuales y estéticos; el saber relacionarse con otros, es decir, la práctica del respeto por la dignidad de los demás y el desarrollo de sentimientos de amistad y cooperación sin perder nunca las normas elementales de cortesía, y finalmente, el ejercicio pleno de la responsabilidad cívica para la búsqueda del bien común y la justicia, que capacita a la persona para vivir en sociedad. Sus padres lo llevaron a la escuela del pueblo, donde el maestro Pedro Celestino Sánchez continuó modelando la mente y el carácter de José Gregorio en armonía con las enseñanzas que recibía de su padre, su madre y su tía María Luisa.
En el Colegio Villegas
Después del fallecimiento de la madre en 1872, José Gregorio, con apenas trece años, fue enviado por su padre a Caracas para que prosiguiera su formación. Dejaba atrás el pueblo de Isnotú, el calor humilde y austero del hogar presidido por la autoridad del padre, donde la religión católica signaba todos o casi todos los actos de la vida. José Gregorio llegó a Caracas, a una metrópoli de 60 mil habitantes, donde se estaba operando la gran transformación urbana realizada por Antonio Guzmán Blanco. Era la Caracas de los techos rojos a la que le cantó el poeta Juan Antonio Pérez Bonalde cuando regresó a la patria. Era la ciudad con pocas plazas y pocos parques, pues los patios y corrales de las casas, con sus árboles frutales y de sombra, servían de pulmones para oxigenar el aire.
Según Tomás Polanco Alcántara, el Colegio Villegas tenía en aquella época más de 120 alumnos y muchos de ellos figurarán después en la escena pública de la Caracas de entonces.
El director, Guillermo Tell Villegas, deseaba realizar allí una revolución educativa acostumbrando a los niños a pensar, a discutir y a meditar sobre todo lo que afectara sus sentidos, usando el método mayéutico empleado por Sócrates en su enseñanza cuatro siglos antes de Cristo.
José Gregorio fue recibido en el Colegio Villegas como un hijo de la familia. Confiando en los conocimientos adquiridos por él en el colegio de Pedro Celestino Sánchez, en el prestigio que se había ganado, y en la autoridad natural con la que se imponía a los demás, el doctor Villegas, pese a que José Gregorio no era sino un mero estudiante del primer año de filosofía, no dudó en nombrarlo profesor de aritmética de una de las secciones escolares, cargo que desempeñó con gran competencia.
El ambiente austero del Colegio Villegas debió ser muy similar a aquel que conoció en su hogar de Isnotú y en la escuela del maestro Sánchez, y en él debió encontrar un ámbito que le permitió desarrollarse en armonía o sin rupturas más tarde en su vida.
Una vida diáfana
En uno de los discursos protocolares dados con motivo de la muerte de José Gregorio Hernández, el doctor Francisco Antonio Rísquez dijo que se encontraba ante el abismo, impenetrable para el psicólogo, de una vida que, por diáfana, le había resultado siempre insondable. Siete preguntas se hizo el doctor Rísquez acerca de aquel hombre: “¿Qué luces brillaban en su cerebro para que pudiera referírselo como ‘el sabio casi niño’? ¿Qué aureola nimbaba su figura para que el mundo le otorgara atributos de santidad? ¿Qué imán invisible atraía hacia él las voluntades? ¿Qué chispa sobrenatural encendió en él el cirio de la fe y la antorcha de la ciencia? ¿Qué poder residía en aquel carácter para que se sobrepusiera a su medio y lo amoldara a su voluntad? ¿Qué influencia tenía su espíritu para que en su presencia lo aparentemente negativo se transmutara en positivo? ¿Qué esencia hubo en él para que a la hora de su muerte los corazones en vez de hundirse en el dolor se elevaran como el incienso ante el ara del altar?”.
Para contestar las siete preguntas –que el doctor Rísquez dejó sin responder–, es necesario reconocer en José Gregorio al hombre que, dotado por el Espíritu Santo de sabiduría, ciencia, inteligencia y consejo, pasó la vida formándose, educándose, para fortalecer su fe, proclamar la verdad y hacer el bien, principios éstos que había conocido en la escuela de su hogar, en la escuela de Pedro Celestino Sánchez y en el Colegio Villegas.