La plaga de los roedores

Mirla Alcibíades

Durante el siglo XIX, Venezuela sufrió el agobio de las terribles condiciones higiénicas que acechaban la vida de los pobladores. 

No había una familia que desconociera la pérdida de un ser querido, arrebatado por las diarreas crónicas, los llamados cólico infantil y cólico miserere, la peritonitis, la tuberculosis, el paludismo y cualquier otro de los muchos males endémicos que asolaban el territorio.

Parecía insuficiente el número de muertes producidas por los constantes levantamientos armados que azotaban el país. Tanto o más que el efecto de las balas, los índices de crecimiento poblacional parecían detenerse ante la avanzada sistemática de las enfermedades.

Imagen tomada de Wikipedia

Fuente continua de inquietudes, azote de la salud y de la higiene de todos, era la amplia variedad de insectos y ácaros que cubrían el territorio de la República: minúsculos demonios que encerraban dentro de sus reducidas anatomías el desproporcionado poder de intranquilizar los días y las noches de los venezolanos.

Zancudos, piojos, gorgojos, niguas y garrapatas eran sólo unos pocos ejemplares de la numerosa y molesta fauna capaz de mortificar la vida de los mortales de entonces. Su capacidad corrosiva llegaba a tales extremos que no se contentaban con maltratar las pieles más curtidas por el sol y el trabajo, sino que su espíritu democrático también osaba profanar las pieles más finas y aterciopeladas de las románticas señoritas de las ciudades capitales.

Había plagas mayores. Una de ellas despertaba inquietud y desasosiego entre los habitantes de campos y ciudades: ¡los roedores! Así como diezmaban las despensas y las cocinas, eran capaces de agotar las provisiones conservadas para épocas duras. A ello se sumaba la natural repulsión que suele ser connatural a su presencia.

Había que exterminarlos para siempre. No se podía esperar más. Las medidas a instrumentar tendrían que ser rápidas y definitivas. El ataque contra tales animalejos debía efectuarse ahora o nunca. Y así fue.

La guerra contra este espécimen fue declarada desde uno de los poblados del sur de Venezuela: Ciudad Bolívar. El portavoz de tan insospechada estrategia fue un diario local: La Convención Liberal. La fecha (sin duda memorable) no debe ser olvidada: martes 15 de mayo de 1888. Infelizmente, el nombre del inventor se perdió para siempre de nuestros anales históricos. Sólo quedó la fórmula salvadora: “preparar una buena cantidad de manteca con sal y untarla a los roedores en el rabo”.