Maestro de generaciones

María Matilde Suárez

La especial vocación de servicio y ética profesional que José Gregorio Hernández practicó a lo largo de su vida fueron valores que transmitió a varias generaciones de alumnos, mientras se formaban como médicos bajo los conocimientos científicos que el maestro impartió durante veintitrés años en la cátedra de medicina experimental del Hospital Vargas 

El sábado 28 de junio de 1919, día anterior a su fallecimiento, puntual como era su costumbre, llegó a las tres de la tarde al salón de clases para dictar una lección de bacteriología sobre el bacilo de Hansen, causante de la lepra. A lo largo de su disertación se refirió a los aspectos morfológicos, a las técnicas decoloración y cultivo y a las manifestaciones clínicas, haciendo particular énfasis en la inoculación y contagio de la enfermedad. Al terminar, anunció que la próxima clase versaría sobre el coco bacilo de Pfeiffer. 

A lo largo de 28 años, con algunas interrupciones temporales, se consagró a la docencia. Sus alumnos lo recordarían como un profesor “que difundía su saber con inimitable maestría”. Obra de Iván Belsky. Cortesía Fundación Bigott.

Pero este anuncio quedó en el aire. Al día siguiente, 29 de junio en horas de la tarde, ocurrió el accidente que segaría su vida en forma instantánea: cayó de espaldas sobre la acera y se fracturó la base del cráneo cuando cruzaba la calle y un automóvil lo atropelló de lado golpeándolo con el guardafangos.

Fue una muerte absurda, como todas las muertes. Caracas le tributó un homenaje fúnebre sin precedentes en la historia de la ciudad. El féretro fue conducido en hombros por sus estudiantes desde la casa familiar hasta el paraninfo de la Universidad; allí permaneció en capilla ardiente hasta que fue trasladado a la Catedral, donde los discípulos formaron una guardia de honor. Esos estudiantes entristecidos por una pérdida irreparable recordaban seguramente las actuaciones del maestro.

El doctor Hernández siempre los alentó, los estimuló y cultivó en ellos el deseo de hacer las tareas lo mejor posible. Les sugería alternativas, les planteaba nuevas búsquedas: les enseñaba que el conocimiento es inagotable. Vasto y profundo, erudito porque era un lector incansable, sus exposiciones eran claras y comprensibles. Tenía la extraordinaria habilidad de comunicar los argumentos difíciles en forma diáfana y sencilla. Los alumnos se le acercaban para seguir discutiendo con él los temas tratados en la clase, confiaban en él, eran respetuosos y él los atendía sin reparos poniendo en práctica su decidida vocación de docente.   

Riguroso y disciplinado

Durante los veintitrés años y cuatro meses que ejerció la docencia universitaria, el doctor Hernández dictó un total de 32 cursos en las asignaturas de su especialidad, y contó con la asistencia en las aulas de casi setecientos estudiantes, de los cuales sólo aplazó a quince. Tuvo sobresalientes, distinguidos, buenos y pasables, de acuerdo con la calificación del rendimiento en esa época.

Su puntualidad frente a las cátedras fue inquebrantable: tenía un horario que cumplía regularmente todos los días, pues era un hombre marcado por el ejercicio de una estricta disciplina personal. Temístocles Carvallo cuenta que “…su puntualidad en la asistencia a clases que no alteró nunca ni por caso de lluvia o quebrantos de salud, se hizo proverbial (…) a las tres de la tarde, por treinta años sucesivos, abrió diariamente la puerta del aula”.

El doctor Hernández contaba, además, con la asistencia de un preparador, seleccionado entre los estudiantes por las calificaciones obtenidas en concursos de oposición. El preparador seguía sus instrucciones para disponer las láminas, el uso de colorantes y reactivos, y los instrumentos que serían utilizados en las prácticas. Para adquirir esos materiales, el preparador tenía también la responsabilidad de administrar un fondo de cincuenta bolívares quincenales que provenían del sueldo asignado al doctor Hernández como director del laboratorio. El último preparador que tuvo fue el doctor Martín Vegas Sánchez, quien lo asistió y lo conoció muy de cerca en sus actuaciones como docente: “Yo fui su ayudante, con él estudié histología, parasitología, fisiología, biología y bacteriología durante cuatro años. Como su ayudante él me decía la clase que debía preparar para repetir luego la lección a mis compañeros y después a los estudiantes de otros cursos (…) y luego iba a clase en la Escuela de Medicina y examinaba los trabajos prácticos de los estudiantes (…) médico de vocación, serio, sencillo y de voz suave (…) era más que exigente intransigente (…) metódico y riguroso”.

En los últimos años dictaba las clases prácticas de tres a cuatro de la tarde, pero llegaba siempre quince minutos antes para revisar el material que había alistado el preparador. El miércoles asignaba a los estudiantes las tareas que debían presentar al otro día en cuartillas escritas a mano. Separaba a los alumnos en grupos de veinte estudiantes y hacía las correcciones de los trabajos a cada uno, para señalar individualmente los aciertos y errores cometidos. Sus observaciones eran puntuales, precisas; su crítica era constructiva, pero ponía en práctica a veces una mordacidad que no llegaba a ser hiriente puesto que su único propósito era que los estudiantes rectificaran los errores. En una sola tarde los atendía a todos y de ninguna manera propiciaba en ellos el envanecimiento por los logros obtenidos.

Les planteaba la necesidad de ser considerados con los pacientes. Las enseñanzas de la teoría y la práctica en las lecciones del aula se complementaban con indicaciones para el trato con los enfermos. Los estudiantes sabían que era un clínico experto y acertado en los diagnósticos. Atendía una consulta privada en su casa de habitación y recorría la ciudad a pie para cumplir con las visitas domiciliarias. La disciplina que mostraba en la cátedra rigió también su ejercicio de la medicina. Tenía horarios estrictos para atender a los pacientes.

Siempre llevaba consigo un termómetro y un reloj para registrar las pulsaciones. Interrogaba al paciente para conocer los antecedentes y los síntomas, y dependiendo de la enfermedad reconocía visualmente esputos, heces y orina. Solicitaba un pañito limpio que colocaba sobre el tórax y ponía su oído directamente sobre el pañito para escuchar los sonidos del cuerpo. Luego procedía a la percusión y palpación para formarse una idea del estado anatómico y funcional de los distintos órganos. Permanecía parado al lado del paciente atento a los síntomas y al estado general. Al finalizar el examen físico y formarse un diagnóstico, escribía las prescripciones en pequeñas libretas sin membrete. Por cierto, no usaba lentes ni estetoscopio. Sus técnicas y procedimientos para reconocer a los pacientes provenían del método anatomoclínico aprendido de la medicina francesa, y ésa era una experiencia novedosa que transmitía a sus estudiantes ávidos de conocimientos.

Los tratamientos que recomendaba se basaban en sustancias minerales. Dependiendo de la dolencia recurría al yodo, al yoduro de potasio, al hierro, a la pepsina, la pancreatina, codeína o cloruro de calcio. Eran usuales los medicamentos aromáticos. Las enfermedades comunes de su época se asociaban a catarros, fiebres, diarreas y dolores reumáticos. Las medicinas se tomaban por vía oral, e igualmente se aplicaban fricciones y cataplasmas. Era un médico de familia, de cabecera, de atención domiciliaria que contaba con el afecto agradecido de sus pacientes. Era apreciado por sus colegas, quienes podían recurrir a él para clarificar diagnósticos.

El médico de los pobres

En una oportunidad el doctor Francisco Montbrun, quien fue atendido cuando era un niño por el doctor Hernández, refirió lo siguiente: “… era un médico poseedor de un gran ojo clínico. Su especialidad era el diagnóstico basado en la observación profunda y en un razonamiento bien orientado. Primero hacía el interrogatorio, luego pasaba al examen clínico muy cuidadoso, y por último establecía un diagnóstico diferencial tomando otras enfermedades como comparación. En resumen, eran diagnósticos bien pensados que le guiaban en la administración del tratamiento”.     

Asimismo lo hizo el doctor Miguel Yáber: “… era Hernández un psicólogo consumado. Hacía gala de sus palabras para llevar paz y mitigar y consolar al doliente prodigando las mismas atenciones para el alto personaje o para el más humilde de sus pobres (…) fue pionero de la medicina psicosomática”. Del doctor Luis Razetti, su amigo entrañable, quien estuvo muy cerca de su desempeño profesional a lo largo de la vida y que lo vio en el Hospital Vargas después del accidente, se tiene este testimonio: “… era un médico profesional al estilo antiguo; para él la medicina era un sacerdocio del dolor humano. Siempre tenía una sonrisa benévola para la envidia y una gran tolerancia para el error ajeno. Fundó su reputación sobre la pericia, la ciencia, la honradez y la abnegación”.               

Además del reconocimiento profesional que le otorgaron sus colegas, hubo un rasgo que también caracterizó su práctica médica. Su desempeño estuvo signado por la generosidad. Fue un filántropo. En el corredor de entrada de su casa tenía una bandeja sobre una mesita para que los pacientes, después de la consulta, depositaran ahí lo que podían pagar, y si alguien necesitaba algún dinero también podía tomar de allí alguna ayuda sin que nadie se enterara. Las limosnas que daba a los pobres menesterosos cuando caminaba por las calles o entraba a las iglesias, salían del bolsillo del chaleco. Éste era una especie de alcancía que tenía a la mano para ayudar a los desasistidos. Tales demostraciones le hicieron merecer el apelativo de “médico de los pobres”. 

La herencia del maestro

El doctor José Gregorio Hernández tuvo estudiantes que al graduarse fueron médicos de prestigio. Sirvan de casos Leopoldo Aguerrevere, Diego Carbonell, sus sobrinos Inocente y Temístocles Carvallo, Franz Conde Jahn, Pedro del Corral, los hermanos Rafael y Pedro González Rincones, Rafael Pino Pou, Felipe Guevara Rojas, Pedro Gutiérrez Alfaro, Jesús Rafael Risquez, Domingo Luciani, José Izquierdo, Carlos R. Travieso y Martín Vegas. Como profesor universitario introdujo en la enseñanza los métodos de la medicina experimental, los principios de la teoría microbiana y formó también una escuela de medicina moderna. Por estas razones, José Gregorio Hernández es para la historia de la medicina en Venezuela, además de fundador de cátedras y de impulsor de la renovación de la Facultad de Medicina, un maestro de generaciones.