“Mi amada limeña”. El amor secreto
de sir Robert Ker Porter en Caracas
Lourdes Fierro Bustillos
En la Caracas de la primera mitad del siglo XIX, según parecen sugerir ciertas fuentes documentales, la infidelidad conyugal era práctica habitual y admitida dentro de ciertas convenciones sociales, en un contexto donde todavía el catolicismo normativo que se impondría después no alcanzaba rigurosidad moralista. Aquí se habla de los amores entre Robert y María Luisa, pero en la penumbra de las alcobas, ¿cuántas historias quedan ocultas?
Cinco de la tarde del viernes 5 de febrero de 1841. El sol se desplomaba sobre el mar de La Guaira. Con disimulada tranquilidad, él miró hacia el camino por donde jinetes y caminantes avanzaban. El representante de Su Majestad británica atendía cortés a los amigos llegados hasta el muelle para despedirlo, pero su alma estaba en cierta casita de Maiquetía hacia donde hubiera querido volar antes de partir. Robert y María Luisa compartieron casi todo enero y, justamente este día del adiós, Edward Harrison había regresado: “Nuestra despedida fue silenciosamente dolorosa, y nos separamos de la forma más aparente y comedidamente fría”. Y después: “El señor Harrison me acompañó de vuelta a La Guaira…“ ¿Sabría Harrison? Probablemente.

Cuando los andantes se acercaron, reconoció a dos criadas de ella y al estrechar sus manos sintió que una deslizaba en la suya un papel. ¡Una carta! La ocultó; poco después abordó el barco que lo llevaría definitivamente a Inglaterra tras una ruda travesía de cinco semanas. Aquella noche clara y sin nubes la luna tuvo un eclipse y la negrura lo envolvió. Bajo una temblorosa luz, Robert leyó la carta de su adorada amiga. Navegaba, el océano se fue metiendo entre los dos. Y recordó.
Entre el honor y la tolerancia
Se conocieron el 17 de enero de 1840. Simpatizaron, se frecuentaron, se enamoraron: “Esta mañana vino a visitarme la señora Harrison (de regreso de la iglesia). ¡Se veía preciosa! Ojos brillantes y dulce expresión en el rostro: ¡nada que envidiarle a Cleopatra!”. Deslumbrado y confeso, estaba perdido. De vez en cuando aparecía en escena Edward, el buen marido ausente: “El señor Harrison tiene un tesoro por esposa, pero no conoce su valor, ni cómo conservar su amor. Tiene suerte mi amigo de mis principios de honor… ¡porque si no!…“. Pudo más la pasión que unió aquellas soledades. Siguieron largos paseos y encuentros públicos y secretos. Robert extrañaba la actitud de Harrison; el 14 de enero de 1841, cuando llegó a casa de la pareja como invitado a cenar, él se había marchado dejándolo, según confesó: “… en compañía de su preciosa y dulce esposa (…) ¡Y deliciosísimo fue de verdad el rato que pasé!”. Vivieron su relación: “Convine con la señora H. que comeríamos juntos en días alternos”, y Edward facilitó las cosas: “El señor H. (…) me pide que me aloje en su casa…“. Aun así, Robert decidió que no se quedaría de noche mientras él no estuviera para evitar –escribió– “… que las malas lenguas hagan comentarios nefastos sobre la ardiente y sincera amistad que siento por esta amable y querida mujer”.
Puede sorprender hoy la tolerancia social y religiosa hacia una relación tan libre como ésta. La explicación pudiera estar en las costumbres en aquella Caracas donde vivían unas 30 mil personas, y en lo reducido del círculo de extranjeros protestantes que estos amantes frecuentaban. La Venezuela de 1840 no se reponía todavía de la guerra de Independencia, las nuevas instituciones republicanas y religiosas estaban todavía por definirse y afirmarse y la Iglesia católica buscaba su lugar en la nación. Doctrina y fe eran una cosa, práctica social e individual, otra y además, el perdón de los pecados estaba a la vuelta de la esquina, aunque distara mucho el propósito de enmienda. Louis-Alexandre Berthier, al hablar de las costumbres en la Caracas de 1783, opinó: “Los maridos están acostumbrados a ver cómo los amantes pasan como amigos de las esposas, y tranquilamente les permiten jugar el papel que ellos mismos juegan en otro escenario…”. Si bien la situación se mantenía en tiempos de Porter, pronto cambiaría; la segunda mitad del siglo XIX llegaría con sus rígidos manuales de urbanidad y textos religiosos que buscaban conformar al nuevo republicano y significaron mayor opresión para la mujer.
“Contigo en la distancia”
Por fin llegó a Liverpool; después a Londres, donde la intensa vida social atenuó el recuerdo, mas no el amor gracias a que la correspondencia fluyó con ayuda del proverbial correo británico. Las cartas de María Luisa alcanzaban regularmente a Robert en la capital británica y trataron de seguirlo hasta San Petersburgo. Siempre le traían felicidad salvo aquélla del 13 de febrero de 1842: “Cartas de Caracas. El señor Harrison me anuncia que su esposa le regaló un hijo el 20 de noviembre, un precioso bebé con ojos grandes y oscuros como los de su madre (subrayó él mismo), cuya salud era estupenda. Su carta está fechada el 29 de noviembre del 41…”, y a continuación: “Cené en casa. Dolor de cabeza fuerte y bilis”. ¿Sabía de aquel embarazo? ¿Era suyo el hijo? La correspondencia posterior sugiere que sí y sí, pero la noticia fue un sablazo; en adelante cambió el tono del diario que escribía religiosamente, en los tres meses que siguieron una sola vez refunfuñó: “Pocas cartas, ninguna de Venezuela” (24 de abril de 1842). “¡Oh, qué sufrimientos los de este callejón sin salida…”.
Mientras tanto, en Maiquetía, la “invariable María Luisa” daba pruebas de amor constante pues enviaba cartas con un barco sí y otro no. Pero Robert no las recibía. Su “amada limeña” culpaba de ello a los nuevos vapores de hierro que llevaban el correo británico entre América e Inglaterra. Las cartas que rezumaban ternura y hablaban del hijo común no llegaron a tiempo a San Petersburgo; primero llegó la muerte. Robert dejó este mundo el 4 de mayo de 1842 a los 65 años, fulminado por una apoplejía: “Sé que debo tener toda confianza con Ud. mi más querido amigo y por esto aprovecharé de la misma para molestarlo en que me mande de Londres algunas frioleras que necesito para mi hijo. La primera es un sombrero redondo negro de terciopelo con un vestido igual, como para un niño de 12 meses; así creo que cuando lleguen estarán precisa mente a su tamaño. La segunda será una docena de zapatitos para él mismo y la tercera un organito chiquito de música para entretenerlo en este Caracas tan triste. Disimule mi libertad, pero creo que a nadie debo pedírselo con más franqueza que a Ud., como que le toca por derecho el mandárselas siendo Ud. su p…“. (…) “Adiós amado de mi vida”.
Desenlace nada extraordinario
María Luisa nombró a la hermana de Porter, Jane, la novelista, madrina del pequeño Robert. Confidente de su hermano, Jane conocía el secreto de sus amores. La relación entre los Harrison y Jane continuó: el 20 de enero de 1849 Edward Harrison escribió a su comadre pidiéndole interceder ante el Foreign Office para que lo designara Vicecónsul de Inglaterra en Maracaibo, para mejor sustentar a María Luisa y al pequeño Robert. Y Jane cumplió.
El tiempo habría borrado las historias de amor del pasado de no ser porque los humanos enamorados, si tienen escuela, escriben y cantan. Las “mogigangas religiosas”, el juicio moral cambian con las épocas y no sirven para comprender vidas como las de Robert y María Luisa. Nada extraordinario tienen sus amores, sencillo canto a la vida que interpretaron con elegancia y altura. Una pregunta queda sin contestar: ¿qué habrá sido de aquel “chiquito”, hijo de su pasión, Robert Harrison Arguinao?