¿Qué comería el doctor José Gregorio Hernández?

José Rafael Lovera

Llegado desde el Isnotú natal, donde los sabores y olores asociados a la casa familiar fueron los tradicionales de la mesa rural andina, José Gregorio Hernández seguramente tuvo ocasión de conocer los gustos de la cocina criolla finisecular de los hogares caraqueños, en aquellos tiempos ligeramente afrancesada, así como de experimentar la frugalidad y el ayuno en sus años de reclusión vocacional

Terminada la Guerra Federal y aún convulsionado el país por la sangrienta contienda, apenas se vislumbraban los beneficios de la paz que ofrecía la nueva Constitución de visos democráticos. Éramos una sociedad agraria cuya economía se fundamentaba en la exportación de café, cacao y cueros. Caracas era la capital pero todavía conservaba su carácter de ciudad un poco aldeana, peatonal, rodeada de haciendas. Se carecía de buenas vías de comunicación y viajar al interior no era tarea fácil. Los pueblitos provinciales de los Andes, diseminados en su rugosa geografía, sólo eran accesibles a lomo de bestia y tras varios días de camino. Sin contar que parte del trayecto debía hacerse, desde Caracas, por mar, vía Puerto Cabello o Maracaibo. En esa zona montañosa, en el estado Trujillo, prácticamente se escondía Isnotú, en jurisdicción de Betijoque. Allí nació José Gregorio Hernández el 26 de octubre de 1864. 

Después de su estadía en la Cartuja de Farneta, Italia, la rigurosidad de la vida monástica mermó la salud de José Gregorio, quien a pesar de tener la costumbre de ser moderado en su alimentación reconoció luego que en el monasterio “la comida era escasa”. Iván Ch. Belsky. José Gregorio Hernández, 1964. Colección Museo José Gregorio Hernández. Cortesía de la Fundación Bigott.

Era hijo de Benigno Hernández, un vecino acomodado del pueblito, quien poseía en su casa una tienda de variadas mercancías. En 1874, ya fallecida la esposa del comerciante, se levantó un inventario de los bienes de la comunidad conyugal que, por supuesto, incluyó el fondo de comercio. Para entonces José Gregorio tenía diez años y ese inventario nos acerca a lo que fue parte del ambiente familiar de su infancia.

Para la mesa de Isnotú

Repasar ese documento nos permite entrar de cierta forma en el domicilio del niño, y si además añadimos algunas consideraciones obvias acerca de otros alimentos disponibles normalmente en un pueblo andino, tendremos una buena visión de lo que comían los habitantes de Isnotú. No hemos de olvidar que la manera en que nos alimentamos en la infancia deja una impronta que nos acompañará casi toda la vida.

Comencemos por las farináceas: en primer lugar la harina, sin señalarse su origen, por lo que debía ser de producción local. Ingrediente éste no sólo empleado en la elaboración del pan y de la repostería, sino también en la confección de la “arepa andina”, pan usual de aquella región. Sigue luego el arroz, con seguridad traído de otras partes del país pues no se daba en tierras altas. Era ingrediente ya adoptado desde años en la mesa criolla. Finalmente, en este rubro, aparecen los fideos, que en aquel tiempo se usaban para la sopa.

Pasemos a los edulcorantes: primero, panelas endulzantes de uso común y elemento indispensable no sólo para los dulces en almíbar sino también para la preparación del agua de panela que llevaba limón y era el refresco corriente; continúa el azúcar, más costosa y reservada para ciertos postres o para glasear las frutas confitadas.

Siguen los condimentos: hinojo, comino (imprescindible para el adobo de perniles, frijoles y otros condumios); canela y clavo que no faltaban en los dulces de leche y las natillas; por último la nuez moscada, que tan bien iba para perfumar el carato de parcha granadina. Otros comestibles que aparecen en el inventario son los siguientes: aceite (muy probablemente de oliva, para uso de las ensaladas), sardinas en lata y encurtidos en vinagre. Como implementos figuran varias cafeteras que no podían faltar en una región en la cual el mayor producto era el café.

El rubro de las bebidas es relativamente abundante: ginebra, cerveza, brandy “Martel”, aguardiente, ron y vino, tanto blanco como tinto. La existencia de estos caldos alcohólicos sugiere que no ha debido de ser extraña al niño la estampa de algún borrachito comprando aquél de su preferencia.

Si dejamos la bodega y pasamos a las tierras inventariadas encontraremos que allí había cerdos (lo que significa perniles, asaduras, chicharrones y manteca entre otros productos), gallos y gallinas (fuente de los huevos que hacen parte de varios platos típicos entre los cuales se destaca el mojito trujillano; sin contar la posibilidad de los caldos o de los pollos), vacas, novillos y becerros (no podía faltar la leche, la posibilidad de la factura de quesos caseros y los múltiples usos de la carne de res).

Buscando lo que podía provenir de la siembra en el huerto doméstico o de los mercados campesinos, hallamos sin duda papas, zanahorias, repollos, auyamas, arvejas, maíz, garbanzos, caraotas, tomates y varias hierbas como el cilantro, el perejil y la albahaca. En materia de frutas es fácil suponer que se dispondría de naranjas, limones y cidras, cambures, guayabas, guanábanas y nísperos. Complétase así el cuadro de los elementos que formaron la dieta rural de un joven trujillano.

Entre la Caracas guzmancista y la Cartuja de Farneta

Uno de los deseos más fuertes de José Gregorio era ir a la ciudad de Caracas, lo que se cumplió al final de la década de los años 1870. En 1878 lo encontramos en la capital, en el Colegio Villegas, regentado entonces por Guillermo Tell Villegas. Después vino el tiempo de convertirse en universitario, entrando a los dieciocho años en la Universidad Central, donde habría de graduarse de Doctor en Ciencias Médicas en 1888. Su vida en Caracas estuvo consagrada al estudio, y las relaciones que hizo con algunas familias citadinas seguramente lo introdujeron en el universo de la cocina caraqueña. Era la época del general Antonio Guzmán Blanco, caraqueño por nacimiento, afrancesado por inclinación. Durante esos años la sociedad urbana tuvo como modelo a Francia, llegándose a afirmar con exageración que Caracas se estaba convirtiendo en un pequeño París gracias a la obra del “Ilustre Americano”. El banquetear guzmancista llenó con profusión las mesas de vinos franceses de fama, sobre todo del Burdeos, y así se descorcharon numerosas botellas de champaña, de Chateau Margaux y de Chateau D’Yquem, entre otros caldos galos.

En los recetarios familiares se comenzaron a copiar, y en algunos casos a adaptar, platos a la francesa. Sin embargo, aún se conservaban, sobre todo en el diario, preparaciones tradicionales como los hervidos de gallina, las hallacas, el pabellón y los dulces en almíbar, especialmente de higos, duraznos y lechosa. Muchas de estas preparaciones típicas se servían en la mesa de los domingos. Tal ha debido de suceder con la familia Dominici, uno de cuyos miembros, Santos Aníbal, era muy amigo del joven doctor Hernández, quien fue comensal dominguero de esa casa.

No es descaminado pensar que José Gregorio no escapó de familiarizarse con ese modo de comer caraqueño, aun cuando es justo afirmar al mismo tiempo que ha debido de ser comedido en sus consumos y enemigo de excesos, dado su carácter muy religioso.

En 1908 se abre un gran paréntesis en la vida profesional de nuestro personaje, pues decidió retirarse a la vida monástica enclaustrándose en la Cartuja de Farneta, situada en Maggiano, en la provincia de Lucca. Allí pasó seis años de rigores que minaron su salud. Más tarde, a su regreso a Caracas, confesaría a un periodista que lo entrevistó que: “la comida era escasa y la entraban a la celda por una ventanilla”. En 1914, ya fuera del monasterio, lo encontramos en París, enfermo, pero en vías de recuperación. Regresa a Caracas y continúa ejerciendo su profesión hasta el 29 de junio de 1919, cuando, como consecuencia de un arrollamiento de un automóvil que no vio a tiempo al cruzar la calle, perdió la vida. Trágico fin si se piensa que entonces en Caracas había poquísimos vehículos de esa naturaleza.